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COMO EL PRIMER DÍA... Qué verde era mi valle, la memoria recobrada

Basada en el best-seller de Richard Llewellyn, Qué verde era mi valle narra las penas y alegrías de una familia de mineros galeses a fines del siglo XIX.

Huw Morgan (Roddy McDowall) regresa, ya adulto, al hogar familiar y, mientras empaqueta sus cosas, rememora su infancia junto a sus padres y hermanos. Desde el primer fotograma la película no lleva a engaño. Evocados por los ojos de un niño, cada detalle queda impregnado por la nostalgia de un tiempo perdido. No se escatiman decepciones y sinsabores, tanto los que convienen a la maduración personal (por ejemplo, el primer día de clase) como los que resultan de injusticias (los rumores que afectan a su hermana y al párroco) o de las duras condiciones de vida (accidentes, rebajas de salario, despidos), pero las imágenes (apoyadas por la música de Alfred Newman, candidata al Oscar) inciden, sobre todo, en el valor del recuerdo como tal: es decir, perpetuando cosas que ya no existen de otra manera.
 

Así, gracias a la evocación de Huw, sabemos de su padre, Gwillyn Morgan (Donald Crisp, Oscar como actor de reparto), un hombre justo preocupado por el porvenir de sus hijos, y de su madre, Beth (Sara Allgood), una mujer de armas tomar, muy del gusto de Ford (véase, por ejemplo, Las uvas de la ira);  también seguimos las peripecias de sus hermanos, quienes, poco a poco, han de abrirse camino fuera del valle, y de su hermana Angharad (Maureen O’Hara), quien acepta un matrimonio con un hombre a quien no ama; conocemos al párroco del valle, Mr. Gruffydd (Walter Pidgeon), un sacerdote idealista, más preocupado por el bienestar de la comunidad que por la ortodoxia religiosa, que representará un papel fundamental en la recuperación de Huw cuando, por un accidente, deba guardar cama por varios meses. Más brevemente, el recuerdo se detiene sobre paisajes y tipos pintorescos de los que está llena la niñez, cuando todo parece nuevo.
 
 
Ford, maestro en el retrato de personajes, en la composición del plano, pero -sobre todo- en la imagen que evoca con precisión una situación y un estado de ánimo, revelando en cuatro pinceladas una densidad emocional conmovedora, compone una bellísima oda a los valores familiares tradicionales (no convencionales, ojo: no se omiten conflictos y desacuerdos y se bucea en las complejidades del afecto; véase al respecto las discrepancias sobre la creación de un sindicato de mineros). Aunque filmada en estudios, es de elogiar la verosimilitud de los decorados (también galardonados con un Oscar): la calle central es casi otro protagonista más, retratada con el cuidado suficiente para hacerla inmediatamente reconocible y, a la vez, con cierta ambigüedad que la convierte en el centro de cualquier pueblo con el que estemos familiarizados, añadiendo nosotros los elementos necesarios.
 
 
 Ford extrae todo el jugo posible de las situaciones cotidianas, de los cantos de los mineros, las celebraciones en las tabernas, perspicaz hasta en el retrato de pequeñas rutinas, como esa madre que pone el mandil para recibir las monedas del jornal duramente ganado, o ese estuche de madera donde Huw guarda los lápices para ir a clase, pero todo está sublimado tan efectivamente que, al mismo tiempo que recupera la época con autenticidad, la depura en una representación mítica, de modo similar a como los retratos de los grandes pintores desentrañan la personalidad de sus modelos. Fijémonos, por ejemplo, en la boda de Angharad: mientras baja las escaleras de la iglesia hacia el carruaje que la aguarda, el viento le levanta el velo, que va dejando detrás de ella como la cola de un cometa. De pronto, este solo detalle aleja este enlace de cualquiera otra representación cinematográfica que hayamos visto. Tal vez no sea la ceremonia más hermosa, pero a nuestros ojos se convierte en la más auténtica y, por ello, inolvidable.
 

En cierta forma, Qué verde era mi valle es una película dura, en respuesta al asunto elegido. Si después de verla enumeramos las pequeñas (y no tan pequeñas) tragedias que hemos compartido con sus protagonistas, entenderemos que Ford no ha dulcificado su obra. Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a negar que, cuando el rótulo de FIN aparece en pantalla, incluso mientras nos restregamos las lágrimas sentimos la dicha que brota del hallazgo de algo que nos toca íntimamente? 

 
Reconocimientos: Qué verde era mi valle obtuvo cinco premios Oscar, incluidos mejor película y mejor director (el segundo que recogía John Ford en esta categoría) en 1942, un año singularmente complicado, pues competía contra pesos pesados como El halcón maltés o Ciudadano Kane. Además, era una de las películas favoritas de su realizador, que solía citarla junto a El joven Lincoln o El sol siempre brilla en Kentucky como sus obras más inspiradas.

Maureen O’Hara: Siempre enérgica y vivaz, el color reveló su melena roja y sus ojos verdes. Descubierta por Hitchcock en Posada Jamaica, Qué verde era mi valle supuso su encuentro con John Ford, con quien compartía raíces irlandesas. Ambos repetirían en Cuna de héroes, Río Grande, El hombre tranquilo y Escrito bajo el sol, las tres últimas haciendo pareja con John Wayne.

-Mixmerik-

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